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EDITORIAL: La Kintsugi y el quebrantamiento


Existe una técnica japonesa llamada Kintsugi para reparar vasijas rotas. Su nombre significa carpintería o reparación de oro.  Es una habilidad antigua que se utiliza para arreglar fracturas de cerámica con barniz de resina espolvoreado o mezclado con polvo de oro. La filosofía detrás de la técnica plantea que las roturas y reparaciones forman parte de la historia de un objeto, y que deben mostrarse en lugar de ocultarse. En otras palabras, estas deben exhibirse e incorporarse porque embellecen al objeto poniendo de manifiesto su transformación e historia.

Muchas veces sufrimos sin tener culpa o responsabilidad y otras veces nosotros creamos los problemas. Pero Dios impide que seamos destruidos totalmente. El busca bendecirnos a través del quebrantamiento. Algunas veces, el Gran Alfarero nos lleva a que rindamos nuestra voluntad en la colchoneta de la sumisión. Cristo dijo en Mateo 16.25 “porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá, y todo el que pierda su vida por causa de mi, la hallara.” El camino hacia arriba es bajando. La forma de ser grande es siendo un siervo. La forma de ganar vida es perdiéndola. El secreto de obtener o conseguir es dar. Todo empieza cuando nos quebrantamos.

Permíteme ofrecer tres pensamientos en cuanto al quebrantamiento:

En primer lugar, el quebrantarnos permite que fracasemos para que luego encontrar el éxito. El predicador inglés, Roy Hession, decía “Avivamiento no es tanto lo de arriba soplando que lo de abajo cayéndose.”  Las tragedias, los problemas muchas veces nos llevan a buscar a Dios.  Los luchadores modernos ejercen diferentes tipos de golpes. Existe un golpe llamado el D.D.T., en donde le agarran la cabeza al combatiente y se la echan hacia atrás. Algunas veces, Dios nos deja caer en la colchoneta de la vida por el fracaso. Tus sueños que volaban tan alto se estrellan en un segundo. Un día, te despiertas y tu esposa te dice que ya no te ama después de 30 años de matrimonio. El doctor te informa que el tumor ‘es maligno”. Tu familia se pelea, tus hijos y hermanos están en problemas y a ti te culpan de todo eso.

Quizás puedes decir como David, “Me han olvidado, como si hubiera muerto; soy como una vasija hecha pedazos… Pero yo, Señor, en ti confío, y digo: “Tú eres mi Dios”.  Salmo 31:12,14 NVI.  ¿Por qué? El Salmo 34.18 nos da la respuesta. “El Señor está cerca de los quebrantados de corazón, y salva a los de espíritu abatido” NVI. Cuando estás así, te sientes como si hubieses explotado, pero el Carpintero Divino está allí recogiendo cada uno de los pedazos rotos para luego juntarlos y sellarlos nuevamente con su inmenso amor. ¿Alguna vez te has sentido así? Te aseguro que me he sentido así muchas veces.

En segundo lugar, el quebrantarnos aplasta al yo para que Dios pueda ganar. Pablo nos recuerda que hemos sido “crucificados con Cristo” para que Él viva a través de nosotros. Gal. 2.20. Dios trabaja con nuestro ego cuando llegamos a ser vasos rotos. Es nuestro ego, el yo, que no se deja vencer, el que se justifica así mismo y quiere que las cosas salgan a su manera. Nuestro ego es el que lucha por sus propios derechos y busca su propia gloria. Interesantemente, ese mismo ego trata de vivir la vida cristiana tantas veces. Se irrita, es envidioso, no le gusta aquellos que no están de acuerdo con el. Es el mismo que se siente descuidado, rechazado o “pobre yo” si algo sucede. Así como el agua llena los espacios vacíos, Dios busca una persona quebrantada y humillada para ser su vasija restaurada.

Por último, el quebrantamiento trae desesperación para que la fe pueda vencer. No es nuestra lucha, pero su fuerza la que trae bendición a nuestras vidas. ¿Qué quieres?, ¿luchas que te dejen desesperado y sin fuerzas o fe que te llene de bendición? Esto solo se produce cuando nos quebrantamos y dejamos que él nos restaure. De las cosas viejas, feas y duras él hace algo siempre nuevo y bueno. No importa el pasado. Dios está interesado en tu presente y en tu futuro. Por eso, abraza el quebrantamiento porque allí está tu bendición.

Porque Él vive…

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  • Luis López