NOTA DEL EDITOR: Carol Pipes, editora de la revista On Mission de la Junta de Misiones Norteamericanas, recientemente viajó a Irak para contar la historia de vidas que han sido cambiadas a través del ministerio de los capellanes bautistas del sur. Este es el segundo de dos artículos acerca de sus experiencias como periodista infiltrada con dos capellanes de la XVII Airborne Corps, apostado en las afueras del Fuerte Bragg, Carolina del Norte.
BAGHDAD, Irak (BP)–Hay fortaleza y hay fortaleza militar. En ninguna parte es eso más evidente que en las líneas del frente de guerra. Mi experiencia cuando me infiltré con los capellanes de la XVIII Airborne Corps solidificó mi convicción de que tenemos el mejor servicio militar.
Luego de tres días en la Zona Internacional de Bagdad, hicimos el viaje en el convoy de medianoche de minibuses blindados a Camp Victory. Camp Victory es el componente principal del Complejo de Base Victory (VBC por sus siglas en inglés), el cual ocupa el área que rodea el Aeropuerto Internacional de Bagdad (BIAP por sus siglas en inglés). El VBC abarca el antiguo complejo presidencial Al Radwaniyah e incluye varios lagos artificiales, la casa del partido Ba’ath, el Victory Over Iran y los palacios Victory over America, docenas de pequeñas mansiones de los oficiales del partido Ba’ath y el palacio Al Faw, que actualmente le sirve de sede a los Cuerpos Multi-Nacionales de Irak (MNC-I por sus siglas en inglés).
VBC tiene la mayoría de las amenidades de una base estadounidense — electricidad, alcantarillado, agua potable, Internet, comunicaciones. Es como una pequeña ciudad, incluye su propio hospital, departamento de bomberos, departamento de policía, planta de purificación de agua y múltiples capillas. Inclusive tiene una cafetería, Pizza Hut y Burger King.
Los edificios color arena, anteriormente habitados por la familia de Saddam Hussein y los oficiales del partido Ba’ath, se mezclan con el paisaje. El edificio más notorio es el palacio Al Faw, el anterior centro de recreo de Saddam y uno de los 99 palacios construidos por el ex-dictador. Al Faw es una curiosa mezcla de mármol, azulejo, adornos de oro y macizos candelabros, todo rodeado de un cerúleo lago y doradas arenas.
El palacio de 465 mil metros cuadrados — 62 habitaciones y 29 baños — era un campo de juegos para los hijos de Saddam: Uday y Qusay. De pie en uno de los balcones privados, usted se los puede imaginar pescando o esquiando en el agua del lago que se encuentra abajo. (Note: la tierra y el lago de Saddam estaban escondidos detrás de un muro que rodeaba el complejo. No fue hasta que las fuerzas liberadoras de EE. UU. recorrieron esas fincas iraquíes, a tan solo nueve metros al otro lado del muro, que se dieron cuenta que Saddam había desperdiciado tanta agua que los forzó a buscar una existencia fuera de las secas tierras.)
Cuando subía la escalera circular de mármol, me sentí como la versión árabe de Scarlett O’hara (el personaje principal de la película “Lo que el Viento se Llevó”). Tara (la mansión de la película) no tenía nada que hacer comparada con este palacio. O tal vez sí. Luego de una inspección más minuciosa, me di cuenta que no todo lo que brilla es oro. Mucha de la decoración del palacio es imitación, incluyendo al macizo candelabro que cuelga del vestíbulo — es principalmente plástico y hojalata pintada de dorado. Los colosales palacios de Saddam hacían juego con su ego e imitaban su reinado — ambos carecían de sustancia.
El ejército de EE. UU. está haciendo buen uso del palacio transformándolo en espacios de oficina que sirven de sede a las Fuerzas Multinacionales de Irak y a todos los aspectos operacionales de la Operación Libertad Iraquí.
El área tiene una belleza pálida y empolvada. Los lagos rodeados de palmeras facilitan que uno se olvide que está en una zona de combate. Pero el constante sonido de los helicópteros Black Hawk y los ocasionales ataques del enemigo con morteros enviados al alambrado les sirven de recordatorio a nuestras tropas del por qué están allí.
“Algunas veces usted puede calmarse por un falso sentido de seguridad,” me dijo un soldado. “Pero estamos en zona de combate y el enemigo no duerme. Así que el ejército no duerme.”
Mi hogar temporal era un trailer junto a uno de los lagos artificiales de Saddam. Las primeras noches en la base mi sueño fue ligero esperando escuchar las advertencias de ataques aéreos y los ataques de mortero que nunca llegaron. Me habían advertido qué hacer en caso de que el enemigo decidiera mostrar su poderío — tirarme al suelo o buscar el bunker más próximo. Afortunadamente, nunca tuve que poner en práctica esas precauciones. Una vez que cogí el ritmo de la batalla, sin embargo, dormí profundamente.
La verdad es, fue fácil olvidar que estábamos en zona de combate, especialmente estando en Victory. Era casi como estar en un campamento, excepto porque los campistas llevaban armas de fuego y la comida era mejor. El comedor servía desde pavo y salsa hasta platillos mar y tierra. Casi cada día comí diferentes sabores de helados caseros bañados en salsa. (Todos dijeron que yo volvería con cinco kilos menos. No tuve esa suerte.)
El amplio amortiguador entre nosotros y la Zona Roja servía como matriz protectora. Un día, un soldado nos preguntó si habíamos escuchado explosiones la noche anterior. ¿Qué? ¿Estás bromeando? No, no estaba bromeando. El enemigo había enviado un par de ataques de mortero en la noche. Y yo estaba profundamente dormida cuando sucedió.
Al principio, me sentía como una intrusa con la cámara colgada al cuello y papel y bolígrafo en la mano. Pero todas las tropas con las que me encontré eran amables y estaban felices de contestarme el sinfín de preguntas. Cuando les agradecía su servicio y sacrificio, casi siempre obtenía la misma respuesta: “Solamente hago mi trabajo, señora. Solamente hago mi trabajo.”
Tenemos un impresionante grupo de hombres y mujeres que se han ofrecido voluntariamente a dejar sus familias durante un año o más y sin egoísmo se ponen en medio del peligro. Los estadounidenses tienen cortos períodos de atención, y cuando la economía sobrepasa los titulares haríamos bien en no olvidar que todavía hay 140.000 de nuestros hijos e hijas en Irak. Y ellos cada día están haciendo todo lo que pueden para asegurarse que los que están acá en casa estén seguros.
Su trabajo es largo y tedioso, y el éxito definitivamente es un proceso. Pero en la mayoría de los casos, las tropas están positivas acerca del progreso que se ha hecho en Irak. De alguna manera, la vida está volviendo a la normalidad, lo que sea que eso signifique. Los niños están volviendo a la escuela — escuelas construidas por las tropas estadounidenses. Los soldados iraquíes, entrenados por soldados estadounidenses, están tomando más responsabilidades. Y los iraquíes de nuevo se gobiernan.
Cada día en la base estuvo lleno de nuevas experiencias y escuché las historias de nuestros capellanes bautistas del sur que sirven a Dios y al país. Ellos no llevan armas, aunque los capellanes del ejército de EE. UU. están considerados como militares. El ejército reconoce que sus soldados son seres espirituales, y los capellanes les proveen cuidado particularmente en lugares donde el espíritu se fatiga por la pelea. Sin embargo, el cuidado espiritual va más allá de la religión. No importa el trasfondo de fe del soldado, el capellán es capellán de todos.
Desde aconsejar al joven soldado cuya esposa le pidió el divorcio hasta ser una presencia moral niveladora en medio de las tropas entrenadas para pelear y matar, los capellanes juegan un papel significativo en el éxito de las operaciones de combate.
Parte del trabajo de los capellanes es ir donde los soldados vayan para asegurarse que sus necesidades espirituales sean llenadas. Estar presentes con las tropas donde trabajan y donde viven es esencial para servirles y llenar sus necesidades. El trabajo de un capellán es fortalecer a los soldados para otro día en la zona de combate, orar por ellos y llevarles consuelo y esperanza cuando se enfrentan con la muerte.
La clave para ser eficaces, dicen los capellanes, es establecer relaciones. Como clérigos de una institución secular, a los capellanes no les está permitido imponer sus posturas religiosas a otros. Sin embargo, la mayoría diría que hacer proselitismo impediría desarrollar relaciones cercanas con los soldados, y es allí donde el verdadero ministerio toma lugar. Así que, los capellanes dejan sus predicaciones para los servicio de capilla y dejan que la cruz en su uniforme diga más que mil palabras. Hay poder en esa pequeña cruz cosida al uniforme. Abre puertas a conversaciones con los soldados que necesitan un oído que escuche. Mucho del ministerio de un capellán sucede uno a uno en el salón comedor, en el taller automotriz o en la fila de la tiendita de los soldados.
Una espesa nube de polvo bloquea el sol cuando nuestro pequeño convoy de SUVs se bambolea a lo largo del camino hacia el Campamento Libertad. Es un gran día para el capellán del ejército el comandante Mark Frederick y la teniente coronel de la marina Nicole Battaglia. Su misión: bautizar a la teniente coronel Battaglia. Estamos a media mañana y la temperatura está alrededor de los 15º C º. El agua en el bautisterio está destinada a estar fría. Pero esto no detiene a estos dos. Battaglia sabe que es tiempo de seguir su compromiso con Cristo siendo bautizada. Su único pesar: “Me gustaría que mi mamá estuviera aquí para que me viera hacer esto. Estaba muy emocionada cuando se lo conté.”
Para capellanes como Frederick, esto es lo que encierra la capellanía — llevar a Dios a los soldados y los soldados a Dios.
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