NOTA DEL EDITOR: La columna First-Person (De primera mano) es parte de la edición de hoy de BP en español. Para ver historias adicionales, vaya a
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FORT WORTH, Texas (BP) — Existe un mal cual no otro. Nada se le puede comparar pues todo lo demás depende de ello. Si tan solo nos pudiéramos librar de él, nada más importaría. Puede compararse a la muerte, y en cierto sentido es igual. Es igual a la ceguera, porque no nos permite ver. Es igual a un cáncer incurable, porque aun cuando lo superamos en algunas áreas, y a veces pensamos que estamos limpios, resurge en los momento y lugares más inesperados. Y ni siquiera lo notamos. Sí, puede decirse que es un pecado. Pero no es cualquier pecado. Más parece ser la raíz del pecado mismo. Pecado, digo y cuando lo describo así algunos pensarán que estoy hablando sólo de religión. Pero no es así. Más bien es un mal humano. Sí afecta no sólo la relación con Dios, también la relación con los demás.
Que tal si les dijera que vivimos todos en un mundo de ciegos y de sordos. Más que minusválidos, somos inválidos totalmente. No tenemos brazos ni pies que nos ayuden. Lo peor es que no lo vemos, ni lo podemos oír. No hay fuerzas para oírlo, ni ojos para verlo. Lo vemos de lejos, lo oímos a oídas. Lo vemos de lejos, lo oímos apenas, y no lo suficiente. Sí, es importante, pero no para nosotros. Si, decimos que es verdad, pero no para cambiarme a mí. Sí, puede cambiarme, así lo decimos, pero nunca llega a hacerlo.
En todos nosotros se encuentra ese parásito que vive mientras vivimos. No conozco a nadie que se haya librado de esa malignidad. Yo la he sentido, muy de cerca, muy profundo. Sé qué está allí. Pero me es más fácil verla en el rostro, la boca, las actitudes, las acciones de todos los demás. Lo veo bien de cerca en aquellos que están cerca. Cuánto dolor se siente saber que tengo esta enfermedad, y que no existe nada que esté entre los seres humanos lo puede borrar. Si me preguntan por su nombre diré que se le conoce de muchas formas. Algunos lo llaman soberbia, otros egoísmo, egocentrismo, otros orgullo … yo lo llamo … “ser humano.” Lo amo y lo odio al mismo tiempo. Sé lo que necesita pero no lo haré sino hasta que algo superior me lo haga. Otros me dicen qué debo hacer, y yo lo sé, pero no lo haré, porque se trata de ir contra el mal que está en mí y que soy yo mismo. Cuando el libro se abre, oigo lo que debo hacer y digo amén, pero lo hago consciente de que ese elixir no se aplicará a mí. Será bueno para otros. Así mismo lo predico: otros deben hacerlo. Pero por dentro, yo no. Ego no sólo es humano, también es hipócrita. Pero no lo hace porque quiera ser malo. Es que no quiere ser malo. Es malo. Pero yo no lo creo. Lo que hago no lo veo, no lo sé, no lo siento. Más aun no puede ser tan grave. Por lo menos ese es mi diagnóstico. Esta mi enfermedad es tan mía que a veces no sé si la que habla es ella o soy yo. Pero sé que si no me la quito, no puedo ser totalmente humano. ¿Pero quién quiere quitársela? Más bien yo seguiré haciendo lo que va de acuerdo con ella. Protegerla es protegerme, esa es la ley. Cuanto más trato de alejarme de ella más triste estoy. Cuanto más me alejo de ella más contento estoy. Esto me acorta los días y me deprime. Me deprime verlo en mí. Y más me deprime verlo en aquellos que están cerca. Me llena de rabia verlo en mis enemigos, y me “hace sentir bien” cuando la veo en aquellos que creen ingénue — o quizá hipócritamente — haberse desecho de ella. Digo “bien” porque se confirma otra vez que la ley no nos puede liberar de esto. No importa cuantos requisitos me ponga encima, siempre habrá alguna hendidura por donde esta substancia se saldrá de mi control.
El Libro abierto, y miles de veces repetido, cantado, y memorizado sólo hace que tenga más callo. Lo oiré otra vez más y aunque por un ínfimo segundo me hará sentir mal, luego se me olvida, y sigo igual. Es un ente de una callosidad infinita. Nada de lo que yo haga puede rebanarlo. A menos que aquel hombre de Tarso lo haya encontrado … miserable de mí quien me librará de mí mismo.. Pido de rodillas que se me dé lo mismo que se le dio a él: Doy gracias a Dios por su inigualable regalo…. (Ro. 7)
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Gerardo A. Alfaro es profesor de teología sistemática y director de la división de estudios teológicos del Southwestern Baptist Theological Seminary en Fort Worth, Texas.