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EDITORIAL: Lideres Sin Luz, Iglesias Sin Sal


FORT WORTH, Texas (BP) — ¡Alguien me dijo que mi último mensaje de facebook tiene a muchos molestos! Me pareció raro por las veces en que fue compartido el mensaje. Sin embargo, si puedes identificar algo que no es bíblico me gustaría que me lo hicieras saber.

Pero si no ¿Soy yo siervo de los hombres o de Dios? ¿No te gustó? Revisa si fue porque te dije la verdad. Muchos se enojan porque se les dice la verdad y no quieren aceptarla. Algunos optan por murmurar y no decir las cosas de frente, sin doble caras. Este el típico pecado de muchos latinoamericanos, que complica la vida de nuestras iglesias. No tienen el valor de hablar en verdad. Se conforman con “cuchichear,” murmurar y nunca tienen valor para decirle a alguien lo que piensan. Quizá porque muy dentro saben que lo que piensan no está moldeado por la Escritura. Pero se enojan, y esto les rebalsa.

Yo vengo de un contexto en donde estoy acostumbrado a decir lo que creo correcto y a hacerlo de manera respetuosa. La Biblia nos ordena hacerlo. Algunos prefieren guardar las apariencias y se enojan muchísimo cuando estas no se guardan. Muchos pueden pasar años sufriendo y nunca dirán nada a título personal. Pero pasarán todos los días hablando por debajo de agua.

Otros se enojarán porque alguien les dijo la verdad, pero pueden convivir con el pecado más abyecto, por años. He visto mucho de esto en algunas iglesias. Parece cómico, sino fuera trágico. Pueden convivir con un fornicador o un adúltero en la misma iglesia, pero se sulfuran si el predicador los regaña porque no son reverentes en el culto. Sus asambleas parecen más peleas de mujeres en el mercado, donde todo el mundo grita y usa palabras no sólo altisonantes sino ociosas y terriblemente insultantes, pero si alguien les llama la atención, son capaces de reventar en odio, dando coces y rebuznando como salvajes animales. Si el predicador les llama la atención se enojarán porque lo hizo desde el púlpito y resentirán porque lo hizo en semana santa, o en Navidad o en otro día festivo. Parece que lo único que les importa es que no se sepa lo malo que somos, y no importa si nos corregimos o no. Esto no puede ser. “Si tan solo lo hubiera hecho en otro tiempo y lugar,” dirán. Así parecen más preocupados por lo que otros dirán que por lo que de verdad pasa con ellos. Cuando alguien se los dice en “otro lugar,”de todas maneras no hacen nada, y les es más fácil ocultarlo. Se les olvida que Jesús no dice que debemos ser la sal, sino que lo somos, la Escritura no dice que debemos ser la luz, sino que lo somos, y debemos serlo para que nos vean, desde un monte y no escondidos debajo de una cubeta.

Aquí les cuento un ejemplo que me pasó hace algún tiempo.

La iglesia estaba pasando por una de esas crisis que arruinan nuestro testimonio cristiano. El pastor y los diáconos se habían estado enfrascando en una batalla de meses y años. Se habían formado dos grupos que se acusaban mutuamente. Las reuniones de asamblea eran un desastre espiritual. Gritos, amenazas e insultos. Parecía que en cualquier momento no faltarían los golpes físicos. Varias veces tuve la oportunidad de hablar con el pastor, al cual le había recomendado no pelear. Existe demasiada necesidad afuera de las paredes de las iglesias ya formadas, le había dicho, para desperdiciar nuestro tiempo y el del Señor en peleas por poder. Pero ni un grupo ni el otro parecían oír. Son esos momentos en los que uno se pregunta si Satán no ha tomado control de las personas, especialmente de aquellas que se llaman líderes de una iglesia local. Yo, me sentía con cierta obligación de decir algo. Había estado casi diez años en aquella iglesia, y unos cuantos años atrás había servido como pastor interino. Durante todo este tiempo había venido descubriendo que la forma de funcionar en esta iglesia era la de ayudar sin cuestionar varios de sus procedimiento. Me sentía con cierto derecho a opinar no sólo porque era miembro de la iglesia, sino porque en medio de la crisis, me habían llamado para suplir el púlpito. Pero no quería decirlo como muchos lo hacen, por debajo de agua, murmurando. No, no sería así conmigo.

La oportunidad se presentó para hablar con el diácono que había tomado el control de la iglesia. Me parecía que aun cuando se trataba de cubrir la crisis, y darle gracias a Dios porque finalmente se habían deshecho del pastor y su grupo, muchas cosas pecaminosas no habían recibido un tratamiento genuinamente cristiano. Simplemente, era de condenar que habiendo permitido este tipo de malas conductas en la congregación, no le pareciera a este hombre que hacer cambios fuese necesario. Era fácil para él “olvidar” lo que había sucedido, “ponerlo atrás.” No había necesidad de arrepentirse de lo que él y algunos de sus compañeros diáconos habían hecho. Se habían peleado públicamente con el pastor, lo habían ofendido. Varios ellos lo habían prácticamente sacado ilegalmente de la iglesia, incluso por medio de la policía–¡Que aquel pastor hubiera hecho cosas malas no los autorizaba para que ellos las hicieran también! Pero aquel líder se mostraba reacio. Legalista diría yo. Siempre había estado más interesado en que los hombres que daban la santa cena tuvieran corbata, que en considerar si tenían o no alguna falta censurable. Le importaba que para predicar alguien hubiera sido “ordenado,” pero no reconocer que entre sus maestros y líderes hubiera personas en crasa inmoralidad. Aunque había sido parte de todo el movimiento que había llevado a toda la iglesia a una crisis severa, él estaba envanecido porque su bando había ganado la controversia. ¡Es curioso que algunos piensen que ganar un pleito en la iglesia es indicio de que Dios los apoya siempre!! Cuando lo llamé a platicar, le expuse que en mi opinión, aquellos que habían faltado a sus ministerios y habían dañado y abandonado a la iglesia, no podían seguir como si nada había pasado. Como lo veía yo, si querían regresar, podrían hacerlo después de un proceso en el que debería pedirse perdón a Dios y a la iglesia por lo que habían hecho, y si la congregación así lo quería podrían ser restaurados a sus ministerios. Aquél hombre, simplemente, cabizbajo, y casi entre dientes, me contestó que iba “a consultar a otros ministros de otras iglesias.” Le hablé también sobre la necesidad de hacer cambios que no permitieran que la iglesia volviera a cometer los abusos que se habían cometido recientemente. Nada de esto le pareció bien. Ya que las circunstancias y él mismo se había colocado como líder de la iglesia, mi deber era decírselo. Aunque le pedí que me contestará y me dijera qué pensaba, no dijo nada. “Muéstrame con la Escritura y los estatutos de la iglesia que estoy equivocado,” le dije. Nada me respondió, pero parecía molesto. Se encontraba sumamente perturbado, pero sin poder defender lo que creía. Creo que no podía defender lo indefendible. Pero tampoco quería ceder.

Nunca me dio una respuesta ni contestó a varias de las propuestas que otros hermanos le hicieron para verdaderamente sacar a la iglesia de la crisis. Pronto, me di cuenta que aquel hombre habría comenzado a “cuchichear” entre sus “heroes de batalla,” a quienes “Dios les había ayudado a ganar el pleito con el pastor anterior,” que probablemente yo no era un bautista genuino (¡!). Hoy, después de algún tiempo, ya fuera de aquella iglesia, sigo pensando que hice lo que debí hacer. Aunque a algunos no les gustó, ni les gusta. Creo que Dios nos pedirá cuentas en el Tribunal de Cristo, a todos nosotros, líderes o no, si hemos tenido la entereza de llamar la atención a la voluntad de Dios, aunque esto nos cueste las simpatías de aquellos que no les interesa esto. Los pastores y líderes que por sus propios intereses–ya sea porque son familiares o amigos de los involucrados, porque tienen que guardar una reputación ante la gente, aquellos cuyo ánimo es doble (Santiago), y que no quisieron hacer nada, a esos, Dios les tiene preparado una “buena” recompensa, sean cristianos o no. La iglesia ha sido llamada a ser columna y valuarte de lo que es verdadero, de lo bueno y de lo justo (1 Timoteo 3:15). Cuando lo que defendemos es otra cosa–quizá una costumbre o una tradición, quizá una manera de hacer las cosas, quizá un edificio, quizá mi propio trabajo; y cuando lo hacemos paganamente sin que nos importe la substancia de la fe cristiana, entonces una iglesia ha dejado de serlo. Por fuera seguirá el edificio, por dentro y en realidad, Jesús le ha quitado su candelero para que alumbre! (Apocalipsis 2:5).

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  • Por Gerardo A. Alfaro