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Los bereberes de África del Norte: Un camino difícil para llegar a su corazón


NOTA DEL EDITOR: La Ofrenda de Navidad Lottie Moon suplementa las donaciones al Programa Cooperativo para así apoyar a más de 5,600 misioneros bautistas del sur que comparten el Evangelio en otros países. Este año, la meta de la ofrenda son $175 millones. El tema de la ofrenda Lottie Moon 2009 es “¿Quién falta? ¿Quién irá?” y se enfoca en vencer las barreras que impiden que se escuche y se acepte el Evangelio en varias partes del mundo y en la misión que la Gran Comisión nos dio a todos los cristianos para “id y haced discípulos a todas las naciones.” La Semana de Oración por las Misiones Internacionales 2009 está programada del 29 de noviembre al 6 de diciembre. Puede encontrar recursos en inglés sobre la ofrenda yendo a www.imb.org/offering y en español yendo a www.hispanos.imb.org/lottie.

ÁFRICA DEL NORTE (BP)–Cuando la camioneta en la que viajábamos por las Montañas Atlas viró en la curva, reveló un arroyo que se desplegaba al fondo de la ladera. Mientras el sol pulía el campo con sus rayos del atardecer, una anciana y una niña bereberes tendían un gran rebaño de ovejas. Desaceleramos y nos detuvimos, pensando que quizás podríamos tomar unas fotografías de tal escena pastoral.

Estábamos viajando a través del campo bereber, el montañoso hogar del pueblo indígena del Norte de África. Se calcula que unos 25 millones de bereberes viven por todo el Maghreb (“el sitio del atardecer” en árabe), ubicado en la región oeste de África del Norte. Hay varios grupos mayores de bereberes, cuyas distinciones son determinadas en parte por las áreas geográficas donde residen y por el idioma que hablan.

Cuando nos paramos a la orilla del camino, el único sonido que podíamos escuchar era el llanto demandante de las ovejas pastando en la orilla de la montaña. Sin importar cuanto nos esforzáramos, no podíamos escuchar en la distancia el ruido del tráfico en alguna carretera, o algún jet cruzando el aire, ningún sonido de la vida moderna.

Para llegar hasta este lugar tuvimos que manejar por horas –cruzando valles y luego montañas, pasando por robles de corcho y pinos Aleppo y finalmente a través de bosques de altísimos cedros creciendo en elevadas altitudes. Y luego manejamos todavía un poco más. Allá arriba no había líneas eléctricas, estaciones de gasolina, caminos pavimentados –sólo montañas, bosques y las sencillas casas de los bereberes con el humo saliendo de sus chimeneas de roca, y uno que otro pastor solitario cuidando un rebaño de ovejas.

Durante la última hora, tan sólo un vehículo, una camioneta marca Peugeot, nos pasó. Había sido alterada para funcionar como un taxi de dos pisos con por lo menos 14 hombres apretados en las tarimas de asientos en la parte trasera de la camioneta.

La dificultad de vías de acceso es uno de los obstáculos para alcanzar a los bereberes con el Evangelio. Aunque se les puede encontrar en las cosmopolitas ciudades del Norte de África como tenderos, obreros en restaurantes y profesionistas, vastas cantidades de ellos viven en remotas villas en la montaña, a donde es difícil llegar- los caminos malos, o la falta de ellos, son una barrera.

Así que, a la orilla de esta vía, decidimos bajar y caminar hacia las dos figuras de pie, al fondo. Ya que yo era la única mujer en el grupo, bajé primero, sin estar segura de que no estarían molestas por nuestra intrusión. Resbalándome con mis sandalias de suela lisa, a tropezones llegué hasta el fondo de la colina.

Me miraban mientras me acercaba. Sabiendo que no me ibn a entender, les hablé en inglés de todos modos, esperando que el calor de mis palabras pudiera comunicarles amistad. La anciana me miró con curiosidad, luego me saludó con una linda sonrisa, le faltaban cuatro dientes frontales superiores a su mueca. Tímidamente, la niña también se acercó y sonrió.

Qué extraños les pudimos haber parecido. Queríamos tomar fotografías de ellas y las ovejas. Era la hora dorada para un fotógrafo, esa hora del día rica en luz bañando la escena, trayendo calidez y belleza a las imágenes que bajo otra luz pudieran pasarse por alto. Este era un momento dorado. El sol destellaba en la lana de las ovejas mientras comían el pasto seco y atraía los colores vibrantes de los lúcidos ojos de la niña y de su complexión resplandeciente. La mujer y la niña se rieron con nosotros, o quizás de nosotros.

Incluso con nuestro traductor, nos pudimos comunicar sólo un poco con ellas, excepto por las señas y las expresiones. Nuestro traductor hablaba árabe, el idioma oficial de los países al Norte de África. Pero la madre, quien lucía años mayor de su verdadera edad, sólo hablaba el idioma local berebere. Su hija, quien había ido algunos años a la escuela primaria, hablaba un poco de árabe –lo suficiente para decir que tenía 12 ó 13 años y que ya no iba a la escuela. Cuando le preguntamos por qué, se encogió de hombros y miró a su alrededor. Allí, en medio de ovejas balando, en este remoto lugar donde la vida no es tan diferente de lo que era hace un siglo o dos, parecía no tener mucho caso aprender a leer y a escribir.

El analfabetismo es otro obstáculo en cuanto a compartir el Evangelio con los bereberes. Muchos, especialmente aquéllos en áreas rurales, deben ser alcanzados oralmente, escuchando el Evangelio; los materiales impresos tienen un uso limitado con tal audiencia. Además, ni uno de los idiomas hablados entre los bereberes en el Norte de África cuenta con una traducción completa de la Biblia.

Llamados “bereberes” por el resto del mundo, ellos mismos se llaman imazighen, que significa “hombres libres.” Sin embargo, no lo son. Desde el siglo XII, cuando los invasores árabes llevaron el Islam junto con la dominación de esta tierra y sus habitantes, los bereberes han estado cubiertos por siglos de opresión espiritual. “Ser del África del Norte, es ser un musulmán” es una frase común en esa área. Y en estos países musulmanes, la ley prohíbe que los cristianos hagan proselitismo.

Después de unos minutos, aparecieron dos hermanos por la cresta y cruzaron el arroyo hacia nosotros. El hermano mayor entendía más árabe así que pudimos conversar un poco. Esperábamos poder dejarles algo. No podíamos hablar su idioma berebere, pero podíamos dejarles materiales cristianos en ese lenguaje—un DVD de la película “Jesús,” o acaso otros materiales grabados sobre el Evangelio. Pero los hermanos nos explicaron que donde vivían no tenían electricidad ni una televisión. Les preguntamos si podían usar una cinta en cassette. Pero tampoco tenían una reproductora de cassettes, incluso ni un radio.

En este día en particular se celebraba el Eid al-Firt, una importante fiesta al final del largo mes de ayuno del Ramadán. La mayoría de las personas que habíamos visto durante ese día, antes de llegar a este lugar en la orilla del fin mundo, estaban en tránsito para celebrar con su familia y amigos. Pero aquí estaba esta familia, tendiendo ovejas, como si fuera cualquier otro día de la semana, del mes o del año. Pensé, el invierno en estas montañas debe ser muy frío, largo y oscuro. Y solitario.

Tomamos más fotografías del rebaño, algunas de la desgastada madre, quien intentó sonreír con la boca cerrada para cubrir sus encías sin dientes, y otras de la niña radiante. Me frustré porque no sabía ni una frase en berebere para comunicarle una palabra con valor eterno. Sigo frustrada ahora, recordando cómo habíamos manejado tan lejos e intercambiado sonrisas y momentos juntos con esta familia, pero la niña, la madre, los hermanos quizá nunca van a conocer a otros creyentes a menos que alguien más tome ese largo, solitario camino y se tropiece con esa ladera. ¿Quién va a tomar ese camino e ir a buscarlos?

Tuvimos que retomar el camino; se acercaba el atardecer y el sendero ante nosotros era incierto—no había un terreno para manejar en la oscuridad. Dejamos con la familia unas galletas de regalo y té. Nos despedimos y yo estreché la mano de la niña. Pero me dolía el corazón mientras les dábamos la espalda, diciendo adiós a las que ahora eran cuatro pequeñas figuras. Estaban de pie juntos, viéndonos, y nos decían adiós con la mano, estirando sus brazos por encima de su cabeza. Encendimos el motor de la camioneta y miramos por la ventana trasera mientras las figuras se hacían más y más pequeñas. Finalmente, dimos vuelta en una curva y desparecieron.
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Elaine Gaston es una escritora independiente que escribe para la Junta de Misiones Internaciones acerca de los pueblos en Asia Central y el África del Norte.

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